martes, 13 de diciembre de 2011

La noche interminable (Rafael Sánchez Ortega)

Gracias Sr. de las  letras  por este poema para mis tesoros!

Los minutos pasan, la noche avanza
y cubre todo con su manto negro.
Te veo allí, parado en el tiempo,
con el reloj detenido
y deseando escapar de esa telaraña.

La vida se ha detenido para ti,
sin darte cuenta.
Fue una noticia cruel, una revelación,
una luz que entró por tu ventana
y te enseñó el fondo que había
más allá de las sombras.

Estabas sólo. Completamente sólo,
cuando tú creías estar en medio de la gente,
en la cima de tu carrera,
en el momento más algido de tu vida,
aquel en que todo el mundo se giraba
para verte,
para tomarte como modelo,
como referencia,
como patrón a seguir.

¡Pobre iluso!...
¿Acaso pensabas que eras Dios?
¡No, amigo!... Dios no existe.
Los dioses no existen,
sólo las criaturas mortales,
como tú,
como yo,
como las gentes que nos rodean,
que un día vinimos al mundo
sin que nadie nos consultara,
y otro día, volveremos a la nada,
sin que tampoco nadie nos pida permiso para ello.

Olvida ya tu conciencia y tus cadenas,
libera tus miedos.
Eres libre, Dios no existe, nada te obliga,
nadie dispone sobre ti,
sólo el respeto a los demás y a ti mismo,
pero nada más.
Eres libre, ¿lo entiendes?...

Pero no,
la voz que esto decía, allí moría,
en la noche.
No había un eco que devolviera sus palabras.
Nuestro hombre seguía parado,
con el reloj del tiempo en sus manos,
contando los segundos,
mirando el paso de la noche,
esperando el nuevo día.

Si tuviera el valor de buscar la salida cercana,
si pudiera volar durante unos segundos,
si cerrara los ojos y se apoyara en la barandilla,
si la noche acabara de pronto y llegara el nuevo día...

Pero la noche era interminable, era cruel
y ni siquiera la luna aparecía en el cielo,
ni tampoco el reflejo parpadeante de una estrella...
¡sólo una, por favor!...

Pero no, la luna y las estrellas no estaban,
se habían ausentado,
quizás no querían se cómplices
de la decisión que ibas a tomar.

Y allí estabas, deshojando la margarita de tu vida,
haciendo repaso a ese libro que tan bién conocías,
mirando página a página si había en él
algo de valor por lo que mereciera la pena luchar,
seguir, llorar y reir.

Estabas en las últimas páginas del cuaderno
y algo escapó del mismo hacia tu mano.
Era una gota limpia y clara,
una perla que brillaba en la noche,
era una lágrima, su lágrima.

Y de pronto lo viste todo claro,
viste su cara, su sonrisa,
su llanto, su vida, su alma.

Tu corazón empezó a latir acelerado.
Quería seguir de nuevo la tarea,
alimentar ese cuerpo con tu sangre,
querías vivir simplemente para ella,
necesitabas hacerlo,
había tántas cosas que decirle,
tántas que contarle,
tántas que compartir
incluso habría ese momento para
buscar a Dios entre su cara,
entre sus manos,
entre su cuerpo.

La noche avanzaba lentamente
y deseabas ya tener la luz del día.

Te ahogabas,
necesitabas su palabra,
decirle buenos días,
decirle que la querías,
decirle simplemente que sí,
que allí estarías,
en el día y en la noche,
aunque los días fueran largos
y las noches eternas,
como ésta,
que ahora, estaba pasando lentamente.

Porque llegaría el día
y olvidarías la noche de insomnio,
los sudores,
las pesadillas,
la falta de sueño,
y sólo verías su cara,
su cuerpo,
su alma.

Por eso alzas tu cara al cielo
y le gritas a ese Dios,
(al que antes decías que no existe),
que pase pronto la noche,
que se rompan las tinieblas,
que lleguen las luces del alba
para poder llegar hasta su casa,
llamar a su puerta
y decirle simplemente que la amas.


31/01/07