Una vez que un amor nace en uno, crece.
Y no deja de crecer.
Y no muere.
Y al término de la vida se haya uno atado
por esos amores que crecieron como bejucos;
morimos asfixiados por estos bejucos, en-
rollados, apretando el cuello, el pecho, los lomos.
De nada nos servirá podarlos regularmente
con las grandes tijeras jardineras a dos brazos
para impedir su inexorable crecimiento.
Se nos iría la vida en ese esfuerzo, esfuerzo
como el de Sísifo o el de la Danaides, vano.
El único remedio contra los amores
sería matarlos.
Matarlos antes que nacieran.